Desde mediados del siglo XIX, los poderes del agua como recurso curativo acabarían modificando sensiblemente el aspecto de la población y los modos de vida de sus habitantes, crecientemente asociados a  la configuración del balneario como impulsor de un equipamiento hostelero y, más tarde, turístico. Durante el último tercio del siglo, la población disponía ya de numerosos hospedajes baratos en casas particulares y habitaciones para familias modestas, contando además con tres fondas (La Granadina, San Rafael y la de Reguera), cuya catalogación fluctuaba de acuerdo con el humor y la experiencia de los viajeros. En 1896, la memoria del médico director Arsenio Marín Perujo constata la estabilidad de esta precaria infraestructura de hospedaje, con una capacidad de alojamiento de 140 personas en total y en “donde se dan buenos alimentos”, pero “se carece de toda distracción y comodidad”.

Va a ser a partir de la década de 1920 cuando el balneario de Lanjarón viva su época más gloriosa. Impulsados por las importantes reformas iniciadas, comenzaron a edificarse nuevos hoteles, que modernizaron radicalmente la oferta local y dieron al pueblo el aspecto de un gran centro turístico. Si en 1920 Brenan citaba la existencia de sólo dos establecimientos de este tipo, el impulso constructivo de esa década permitió rellenar el espacio fronterizo que mediaba entre el casco urbano y el balneario, creando una banda hotelera -la Avenida- con las dimensiones y singularidad de otro nuevo pueblo; hasta ese momento, la población terminaba prácticamente en la Ermita de San Roque y su sector más occidental -entre la ermita y la plaza- albergaba las mejores casas y estaba dedicado a los servicios promovidos por la función balnearia (posadas, fondas); tales construcciones, cubiertas con teja y provistas de huertos, se distinguían nítidamente de las modestas viviendas que ocupaban las clases campesinas, agrupadas en un caserío horizontal cubierto de launa y organizado en torno a placetas y portales. En contraste con los barrios de corte alpujarreño y con las casonas elevadas a lo largo del siglo XIX, los nuevos edificios de varias plantas ahora construidos se alinean a lo largo de la carretera, abiertos al Sur y a las panorámicas de las sierras costeras y el Mediterráneo.

Hacia 1935 eran ya nueve los establecimientos que se catalogaban como hoteles, destacando el Palace (que conectaba directamente con el Balneario y contaba con garaje y campo de tenis), España, Suizo, Malagueño, Granadino (antigua Casa de Ana Fiestas), Nacional, Royal y Salud. Algunos de ellos contaban con jardines, agua corriente y todos aquellos servicios catalogados entonces como modernos. El Hotel España, uno de los pocos que ha sobrevivido, nos sugiere todavía el cambio de ambiente que hubieron de introducir en la estación balnearia; construido por Bernabé Pagés, alcalde del pueblo durante la dictadura de Primo de Rivera, fue concebido como un edificio de dos fachadas, de tal modo que todas las habitaciones tuvieran vistas hacia el Sur o al cerro de la Bordaila, y se le dotó de una hermosa terraza y salones de fumadores, lectura y música.


El nuevo balneario y sus ramificaciones hosteleras reflejan, en cierto modo, las iniciativas, inquietudes y tanteos de una recién inaugurada política turística española, deseosa de movilizar la red de balnearios, estaciones de altura y sanatorios como recurso turístico. Al amparo del dinamismo empresarial de los prohombres del lugar, durante la dictadura de Primo de Rivera y la II República Lanjarón acabaría siendo el lugar de veraneo más importante de Granada, donde acude lo más selecto de su pequeña burguesía; el balneario se había consolidado como principal factor de atracción de visitantes, creando con ello una fuente de riqueza y trabajo estacional que constituía el soporte de muchas economías domésticas. Si el municipio siempre había constituido un enclave atípico en un entorno rural de montaña, las nuevas construcciones alteraron definitivamente su fisonomía alpujarreña y la dotaron de unos servicios terciarios y una actividad industrial inusuales en la comarca.

La Guerra Civil y la larga posguerra supusieron no sólo una trágica interrupción de esta trayectoria turística y de ese mundo apacible construido en torno a las aguas, sino también un cambio de propiedad y de gestión del Balneario. A raíz de la compra del establecimiento en 1947 por otro empresario granadino -Manuel Gallardo Torrens- se abrió una nueva etapa, caracterizada por la consideración creciente del agua como mercancía de consumo doméstico. Se inauguraba con ello una nueva actividad productiva y comercial –el envasado de agua mineral- que acabaría desplazando los usos terapéuticos a una posición progresivamente marginal.

La  reactivación del enclave balneario como centro turístico en vías de modernización hubo de promover la afluencia de un mayor número visitantes. En 1950 los agüistas ascendían a 4.559, experimentando a lo largo de la década un crecimiento constante, hasta superar las 7.000 personas en 1960. Va a ser a partir de 1965 cuando se produzca un deterioro creciente en la cifra de visitantes, que no se recuperaría ya hasta la década de los 90. A lo largo de estos últimos veinte años de esplendor, pocas cosas cambiaron, al menos aparentemente. La vida del Balneario continuó conservando esa cierta inercia propia de un enclave turístico tradicional, que se actualiza al ritmo de los tiempos con la construcción de piscinas y cines de verano, pero sin dejar de cultivar el tiempo detenido en su sala de fiestas y el paseo a través de esa larga calle de encuentros inevitables. La década de los 60  marcó así el cenit de una forma de veraneo y poco o nada se hizo para evitar el lento declinar de una  modalidad de ocio que era ventajosamente sustituida por  la oferta litoral.

Probablemente el rasgo más destacado de esta etapa sea la puesta en marcha del embotellado de agua. En el año 1959 salieron al mercado por primera vez las marcas Salud y Fonte Forte como modalidades de agua de mesa, pero no sería hasta 1964 cuando se montó la primera planta embotelladora mecánica, capaz de abastecer un mercado emergente. La imagen más nítida y publicitada de Lanjarón pasó a estar vinculada desde entonces al agua mineral envasada, mercancía viajera que alteró irremediablemente el equilibrio entre el uso medicinal y el uso doméstico de este recurso.  A raíz de esa nueva vertiente de negocio, la empresa quedó estrechamente asociada al Banco de Granada y en 1967 se constituyó como sociedad anónima. La crisis del Banco de Granada en la década de los 70-80 y la integración de Aguas de Lanjarón en el grupo de empresas del Banco Central tuvo como resultado un cierto desentendimiento respecto a los recursos balnearios. Se trataba de envasar agua y a ese fin se subordinaron espacios, instalaciones e inversiones. En suma, la respuesta del Balneario a la crisis de visitantes tampoco fue demasiado imaginativa. Y esto era grave, porque constituía el motor de todo el complejo turístico local.

Habría que esperar a la década de 1990 para que se produjera una discreta recuperación que, al día de hoy, ha logrado rescatar parte de ese esplendor perdido y se asienta sobre unos servicios remodelados y unas nuevas ideas respecto a la gestión de la actividad turística y balnearia. La recuperación de la identidad y del prestigio de Lanjarón como estación balnearia puede y debe ser el gran proyecto local de este siglo. Pero no debiera olvidarse que el equilibrio entre agua y paisaje ha sido tradicionalmente el mejor patrimonio del lugar, y de su conservación sigue dependiendo buena parte del atractivo que lo hizo célebre.

Javier Piñas Samos, Doctor en Historia Contemporánea